¡Abajo la Ley 100!
El escándalo de la corrupción en el sector salud, que llevó al gobierno de Juan Manuel Santos a intervenir a varias de las Empresas Promotoras de Salud (EPS), ha evidenciado la crisis del sistema creado con la Ley 100 de 1993. Es una crisis anunciada desde el momento mismo en que se formuló la ley, promovida en aquel entonces por el parlamentario Álvaro Uribe y quien fue después su ministro estrella (más tarde, estrellado) Juan Luis Londoño. Concebida como servicio comercial y no como derecho general bajo responsabilidad del Estado, la salud hoy es víctima de la voracidad sin medida del capital privado. La única solución de fondo es la nacionalización de todo el sector bajo control de los trabajadores, eliminando a todos los intermediarios que pretenden lucrarse de la necesidad de los usuarios.
Antes de la Ley 100: inequidad e ineficiencia
Antes de 1993 en Colombia convivían varios regímenes de acceso a los servicios de salud. Uno era el régimen obligatorio para los asalariados ofrecido por el Instituto Colombiano de Seguros Sociales (ICSS, después ISS), financiado con aportes del Estado, empresarios y empleados; a éste sólo tenían acceso quienes contaran con un contrato de trabajo. Otro era la oferta privada de servicios médicos y farmacológicos de diversa calidad, al que se accedía de acuerdo a la capacidad adquisitiva de los usuarios, ofrecido por múltiples agentes, desde empresas formales hasta médicos particulares. Y finalmente un servicio público, a cargo del Estado, constituido por la red hospitalaria nacional y todas las entidades de prevención o atención adscritas al Ministerio de Salud y a los entes territoriales. En el medio estaban los “regímenes especiales” conquistados por trabajadores de muchas empresas y entidades estatales quienes, gracias a su lucha sindical, obligaron a los empresarios y al Estado empleador a hacerse cargo de las garantías en salud para ellos y, en muchos casos, para sus familias, con una calidad superior a la atención que recibía la mayor parte de la población.
El conjunto del sistema era inequitativo e ineficiente. La mayoría accedía a una calidad precaria de atención o a ninguna. La prevención en salud era casi exótica. Además, la pobreza y la ignorancia propiciaban la acción de los curanderos y el abuso de algunos médicos (una de las profesiones más apetecidas, por el estatus que brindaba y la posibilidad de enriquecimiento personal). A ellos se sumaban el boticario, la partera, el sobandero, la inyectóloga, el dentista y muchos charlatanes ofreciendo curaciones milagrosas. Para no mencionar el servicio social que brindan los chamanes en las comunidades indígenas con la medicina tradicional.
La panacea de la Ley 100
Expedida la Constitución de 1991 se prometió una reforma sustancial del sector salud que garantizaría cobertura total de la población y mejoraría la calidad del servicio. La teoría era sencilla: como supuestamente las instituciones del Estado eran corruptas e ineficientes y los sindicatos quebraban a las empresas con exigencias desmedidas, privatizar el servicio lo haría mejor y más equitativo. Las Empresas Promotoras de Salud (EPS) captando el ahorro público –no voluntario sino obligatorio–, competirían entre sí por los afiliados y harían más eficiente el sistema. Se impuso un Plan Obligatorio de Salud (POS) como base mínima de calidad y se ofreció el acceso a otras garantías con planes complementarios o seguros adicionales. Toda una panacea. Los afiliados a este sistema pertenecen al llamado régimen contributivo, pues deben aportar parte de su salario o ingresos para financiar el servicio de salud que reciben. Para quienes no podían vincularse por carecer de recursos para cotizar se creó el Régimen Subsidiado, conocido como Sisben (Sistema de Identificación de Subsidios y Beneficiarios). En realidad su objetivo era que los pobres también pudieran ser clientes, a cargo de los demás contribuyentes y el presupuesto estatal.
Este modelo ponía la salud en manos del sector financiero que es el que recoge los aportes y contrata en el mercado de Instituciones Prestadoras de Servicios (IPS) la atención médica, los servicios hospitalarios, exámenes diagnósticos, medicamentos, etc, etc. La entidad que garantiza la estabilidad del Sistema General de Seguridad Social en Salud es el Fondo de Solidaridad y Garantía (Fosyga) cuya sigla hoy es popular pues se encuentra desfondado por los recobros fraudulentos exigidos por las EPS.
La aprobación de la Ley 100 provocó una fuerte controversia, en la que los profesionales de la salud, los dirigentes sindicales y populares, políticos y muchos activistas sociales alertaron sobre la catástrofe social que se avecinaba. Se sabía de la experiencia negativa de otros países donde se había aplicado el modelo. La reforma a la salud estuvo ligada a la privatización de las pensiones, las cesantías, el seguro por riesgos profesionales, invalidez y muerte. El ISS, por ejemplo —que manejaba una economía de gran escala combinando salud y pensiones, lo que le daba solvencia financiera a pesar de que el Estado no entregaba sus aportes o los empresarios le hacían fraude— fue descuartizado limitando su capacidad de maniobra y preparando su quiebra. Porque el objetivo de fondo no era mejorar los servicios de salud, sino crear un negocio fabuloso para el sector financiero y los empresarios nacionales e internacionales del sector.
Asfixia, desangre, eutanasia
Expedida la Ley 100 empezó la demolición del sector público, el ataque a los regímenes especiales y el crecimiento vertiginoso del sector privado. Muchos de los que se opusieron en un inicio vieron también la posibilidad de participar en la piñata. La reglamentación de la Ley creó casi una nueva rama del derecho que, con el nacimiento de la tutela, hizo las delicias de abogados y jueces, ahora peritos en salud. Muchos médicos, laboratoristas y especialistas se lanzaron a constituir EPS e IPS. Las Cajas de Compensación que tenían experiencia en servicios de salud decidieron apostarle a la privatización. Las cooperativas hicieron otro tanto (el caso de Saludcoop es el más emblemático). No es casual que esta orgía del “empresarismo” coincidiera con la desintegración del llamado campo socialista y el auge de la ideología neoliberal, uno de cuyos caballos de batalla era la supuesta ineficiencia y corrupción del sector público y la burocracia. Al capital financiero le interesaron en primer lugar las cesantías y pensiones, y el riesgo de la atención en salud lo dejaron de lado mientras la competencia eliminaba a los más débiles y se concentraba la propiedad.
Como no era posible, ni conveniente, borrar de un plumazo lo existente, se definieron mecanismos de transición. A la fractura del ISS le siguió la desintegración de los hospitales públicos, convertidos en Empresas Sociales de Estado (ESE) que debían autofinanciarse facturando los servicios. Como sus usuarios eran los más pobres han ido quebrando uno tras otro, para pasar finalmente a manos privadas.
Los regímenes especiales, sustentados en las convenciones colectivas, han ido desapareciendo a medida que se debilitan los sindicatos y la capacidad de resistencia de los trabajadores. La Ley 50 que inició la desregulación laboral, generalizando la inestabilidad y la contratación a destajo contribuyó a allanar el camino para la aplanadora de la Ley 100. Asfixiado el ISS, desangrados los hospitales públicos, a los regímenes especiales se les aplica directamente la eutanasia cuando son liquidadas empresas como Telecom o la Caja Agraria, o derrotados los trabajadores del sector privado, como en Bavaria.
La salud es una mercancía
La Ley 100 unificó el sistema por lo bajo, definiendo un POS limitado a enfermedades comunes, procedimientos de baja complejidad y medicamentos genéricos. Las cuotas de los afiliados se incrementaron, se impuso el aporte al Fondo de Solidaridad para financiar el Sisben. Se establecieron mecanismos de desestímulo al usuario como las cuotas moderadoras y los copagos. Si se quiere acceder a un mejor servicio es necesario pagar planes complementarios.
Las condiciones laborales de los trabajadores del sector salud se deterioraron rápidamente. Por cada médico o especialista que se enriqueció, cien se proletarizaron. Se generalizó la contratación a través de las mal llamadas Cooperativas de Trabajo Asociado (CTA). La ética médica se pervirtió bajo la amenaza de los empresarios que exigen incrementar la “productividad” (número de pacientes atendidos) y reducir los costos de diagnóstico, intervención y curación. Los pacientes son tratados como “clientes” y la calidad de la atención depende del monto de sus aportes. Hasta en Sábados Felices se hace una caricatura de lo dramático de esta discriminación.
Y al final de la cadena el usuario ya no es beneficiario del sistema sino su víctima impotente. Se generalizaron el llamado “paseo de la muerte” (la negativa de las IPS de registrar el ingreso de un paciente en emergencia), los errores letales producto de la sobreexplotación de médicos y enfermeras, la doble receta (medicamentos genéricos contra medicamentos de marca) y la no autorización de exámenes o procedimientos de alto costo, que sólo pueden ser obtenidos vía demandas judiciales contra las EPS, que a su vez lo revierten al Fosyga.
Mínima inversión, máxima corrupción
La lógica de toda empresa capitalista es minimizar la inversión y maximizar las ganancias. Aplicada al sector salud ha implicado disminuir los costos (bajos salarios, diagnósticos precarios y medicamentos baratos) e incrementar la rentabilidad estafando a los usuarios. Si a esto se le agrega el fraude contra el garante de última instancia (el Estado) el negocio no puede ser mejor. Eso es lo que han descubierto las EPS privadas aprovechando las “zonas grises” de la legislación y la venalidad de los funcionarios públicos. Cuando al final del gobierno de Uribe se decretó la Emergencia Social para financiar al sector salud, se reconoció que este había colapsado, pues su asombrosa rentabilidad dependía en realidad de negar una atención adecuada a los usuarios y recobrar al Estado procedimientos y medicamentos por diez o cien veces su valor hasta desfondar el Fosyga. La Ley 100 había convertido al sistema de salud en una pirámide financiera carcomida por la propia voracidad de los capitalistas y los especuladores. Es la hora de echar abajo la Ley 100 y que la salud deje de ser un negocio, garantizándola como un derecho universal, de calidad, a cargo del Estado y bajo control de los trabajadores.