Salario mínimo: ¿De cuánto debe ser el aumento?

Como todos los años, está en marcha la Mesa de Concertación Laboral –en la que participan el gobierno, los empresarios y los presidentes de las centrales sindicales– donde se “negocia” el incremento del salario mínimo, por mandato constitucional. Muchas veces, después de varios meses de “almuerzos de trabajo”, los dirigentes sindicales se retiran de la mesa y denuncian la mezquindad del gobierno y la patronal, que casi siempre consiste en un punto o dos de diferencia porcentual, una ridiculez. Así tratan de salvar la ropa los burócratas enquistados en la cúpula de nuestras centrales frente a los millones de afectados por su labor de “concertación” de las agresivas políticas laborales y sociales de los capitalistas. Este año no será distinto, será peor.

P { margin-bottom: 0.21cm; direction: ltr; color: rgb(0, 0, 0); widows: 2; orphans: 2; }P.western { font-family: "Calibri",sans-serif; font-size: 10pt; font-weight: bold; }P.cjk { font-family: "Calibri",sans-serif; font-size: 10pt; font-weight: bold; }P.ctl { font-family: "Calibri",sans-serif; font-size: 10pt; }A:link { color: rgb(0, 0, 255); text-decoration: underline; } Los miserables
Colombia ostenta el indignante record de ser uno de los países más desiguales del mundo. Eso significa que la mayor parte de la riqueza que producimos todos se concentra cada vez más en menos manos. Más de la mitad de la población vive en la pobreza (con menos de $4.000 diarios), la quinta parte se hunde en la miseria (sobrevive con menos de $2.000 diarios). La mayor parte de la población económicamente activa (en capacidad de trabajar) vive del trabajo informal. De veintitrés millones que la conforman sólo ocho millones devengan salario formal, doce millones están en la informalidad –o como decimos aquí, viven del “rebusque”– y cerca de tres millones están desempleados. En síntesis, Colombia, a la que se quiere mostrar como país emergente que en pocos años entrará a las “grandes ligas”, es un país de miserables. Esa es la explicación material de la angustia que nos acosa, la rabia que estalla en las protestas, la violencia social que nos desangra.

Los privilegiados
Una burguesía cuyas figuras más emblemáticas –como el banquero Luis Carlos Sarmiento Angulo– figuran en la lista de los más ricos del mundo, se ha asociado con personajes como Carlos Slim, ese sí el más rico del mundo, para expoliar a los trabajadores y los recursos naturales del país. El gobierno de Santos y todos sus secuaces, no son más que los administradores de los negocios de esa burguesía, y negociantes ellos mismos también.
Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que Colombia está gobernada por un puñado de delincuentes de “cuello blanco” que utilizan el Estado para preservar y acrecentar sin medida sus privilegios. Estos criminales controlan todos los poderes públicos –Presidencia y ministerios, Congreso y poder judicial, Ejército y Policía, Procuraduría, Contraloría, y demás órganos de “control”– en su exclusivo beneficio.
Por eso, cuando en el Congreso de la República o en la Mesa de Concertación laboral, discuten sobre el salario de los trabajadores, no están pensando en cómo se beneficia a la mayoría de la población pobre, sino en cómo preservar las ganancias de la cada vez más estrecha oligarquía industrial, comercial, terrateniente y financiera. La mejor prueba de eso fue que bastó que se les suprimiera una prima de $8.000.000 mensuales a los congresistas, para que el gobierno la restableciera por decreto con tal de que le aprobaran sus proyectos de ley en beneficio de los empresarios y las transnacionales.

Trabajar no es un privilegio
Sólo el trabajo produce riqueza, y los capitalistas viven de su explotación sin medida. Entre menos ganen los trabajadores, más ganan ellos. En los años recientes la obsesión de la burguesía y el imperialismo en Colombia ha sido cómo abaratarlo. Se acabó la estabilidad, las cesantías, las pensiones y la salud se privatizaron, se eliminaron los impuestos con los que se financiaba el Sena o el Bienestar Familiar, etcétera, etcétera. Ha sido una verdadera guerra social contra los trabajadores y los derechos adquiridos en décadas de lucha por nuestros padres y nuestros abuelos. Hoy el contrato de trabajo es una basura.
Peor aún, se volvió un negocio la intermediación laboral. Al capitalista explotador ahora se le agregó el vampiro de la bolsa de empleo o de la “cooperativa de trabajo asociado”. Y entonces se dice que quien tiene un contrato a término indefinido, o un simple contrato por prestación de servicios es un privilegiado. Se quiere así enfrentar a los trabajadores formales con los informales, a los de planta con los temporales, a los asalariados con los que viven del rebusque. Esa división, ese enfrentamiento, es nuestra desgracia.
El trabajo, que debería volver nuestra vida más humana, más rica, más creadora, se convierte en una esclavitud insoportable; y no tenerlo es peor, nos condena a la exclusión, al hambre, a la degradación social. Ni siquiera podemos huir al campo y tratar de sobrevivir con lo que siembren nuestras manos y nos regale la naturaleza. Hasta la frontera agrícola y más allá nos persiguen los agronegocios y las grandes empresas mineras y petroleras, y el gobierno que las representa.

Salario para todos: ¡100% de aumento!
Los burócratas sindicales no representan a quienes ganan salario mínimo y menos a los trabajadores informales: ¡Que se retiren de la Mesa de Concertación Laboral! Que los dirigentes de las centrales obreras convoquen un Encuentro Nacional de trabajadores formales e informales, para presentar un Pliego Mínimo de Exigencias al gobierno de Santos que tenga dos objetivos: garantizar trabajo digno para todos y un salario que se corresponda con las necesidades de nuestras familias.
Así como se decretó esa prima desmedida para los congresistas, exijamos que el gobierno tome las medidas de emergencia que necesitamos: un gran plan de obras públicas que garantice trabajo formal para todos, impuestos progresivos a todas las empresas nacionales y extranjeras para financiarlo, suspender el pago de la deuda pública que desangra el presupuesto nacional en beneficio de los banqueros y utilizar esos recursos para vivienda, educación y salud de cobertura universal a cargo del Estado.
Pero, en primer lugar, que se decrete un incremento del salario mínimo de 100%. El propio gobierno reconoce que eso vale la canasta familiar de una familia trabajadora. Un salario mínimo de $1’200.000 sería un verdadero primer paso hacia la paz. 100% parece mucho, pero si lo comparamos con el salario de los congresistas, los gerentes, y los altos burócratas, es un aumento modesto.