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Uno de los avances del gobierno de Santos en el ajuste de las instituciones ha sido la aprobación del fuero militar en el Congreso de la República. No es cualquier cosa. El objetivo de esa ley es garantizarle a las fuerzas armadas una justicia propia, que le permita actuar con impunidad.
En Colombia, durante la pasada década los militares ganaron cada vez más peso político en el régimen. Se triplicó el número de integrantes de las fuerzas armadas y su sostenimiento es una carga creciente en el presupuesto nacional. En ese sentido su papel es un factor fundamental en las actuales negociaciones de paz.
Un ejemplo de ello fue la exigencia del gobierno de que dos generales participaran en la mesa de negociación con los campesinos sublevados del Catatumbo, y el rechazo de estos a tal condicionamiento expresa el profundo resentimiento que sienten hacia las fuerzas armadas. Es en esa zona donde se ejecutaron de manera perversa los llamados “falsos positivos”, el asesinato despiadado de jóvenes inermes, reclutados en Soacha, a cambio de las recompensas que ofrecía el gobierno para forzar resultados en la lucha contra la insurgencia. Hoy la suerte de esas investigaciones sigue en vilo.
Pero no sólo es el ejército el que actúa con impunidad. La policía hace lo propio, como lo acaba de demostrar con la muerte de cuatro campesinos y más de treinta heridos durante los operativos represivos contra la protesta en Catatumbo. Un hecho que en cualquier país hubiera provocado un levantamiento popular en Colombia es una rutina.
Esa “licencia para matar” con la que cuentan las fuerzas armadas también está en cuestión en el caso del asesinato del joven grafitero bogotano a manos de un policía, la alteración de la escena del crimen y la complicidad de los superiores jerárquicos con el patrullero responsable. Hoy se encuentran amenazados desde los padres del joven hasta la abogada y el fiscal vinculados al caso.
Esa es la justicia que nos espera al amparo de lo que podemos llamar el generalizado “desafuero militar”.